© Rosaura Pozos
Polvo de escudos
Por Missi Alejandrina
Polvo de escudos sucede en una intersección entre lo documental y lo subjetivo. No es la ya cansada búsqueda de representación objetiva; por el contrario, lo que pasa aquí es que sus objetos, personajes y escenarios han descrito, elegido, a la autora, que en el primer tercio del libro establece un ritmo entre máscaras y pies (tanto cansados como descalzos y calzados), y nos plantea la pregunta: ¿a dónde estarán llevando estas huellas sonoras, oscuras, manchadas, adornadas? Seguramente no al mismo lugar donde las miradas de las máscaras, que en ese juego de te veo, pero no te dejo mirarme, están mirando. Seguro ambas mitades del cuerpo están buscando un encuentro, mas esta no es una persecución de coherencia, una restitución del cuerpo. Los pies buscan a los pies en duelo, los rostros cubiertos buscan tensamente tener a su alcance a sus pares.
En la tensión de cuerpos divididos, desde el centro hacia los extremos de la narrativa se ha esparcido la niebla de guerra a través de la interferencia de restos rituales, derramamientos en muros, ramas quemadas, fuegos rastreros, polvaredas, flores victoriosas en el abandono que no son meramente un reflejo reactivo del estado afectivo; son ectoplasmas excretados por el entorno, destilaciones instigadoras del furor de los combatientes.
En Polvo de escudos hay una resistencia, que se encuentra en la no secuencialidad; en las interrupciones y las repeticiones conmemorativas. Todavía existen tiempos que se reinician y vuelven a contar la historia, una historia que no progresa, sino que se escurre entre otras temporalidades; que invita a su danza a militares, flagelados y guerreros. Los dolores curan, pero no para conducir a una salud higiénica; solamente para prolongar la furia. Las catarsis conducen a entusiasmos trágicos; no hay rumbo para el destino, pero una historia destinada a la recreación no necesita fortuna.
En la conclusión del libro, la fuerza centrífuga de la estética de Rosaura Pozos devela sus verdaderas intenciones, que no son una revelación ante el espectador sino más bien una revelación ante ella misma. La voz de la fotógrafa susurra testimonios en los que se mezcla la fascinación, el erotismo y la violencia, al punto de volverse sinónimos; un ruego para unirse a los exorcismos de la batalla, a la guerra florida.
Finalmente, de entre las palabras y los cuerpos abatidos, la adolescencia florece y da fruto en el retorno de la infancia y es así que el libro es una recuperación incompleta, siempre inacabada, siempre invitante; la oportunidad de contar la historia de atrás para adelante. Desde el descubrimiento hasta la revelación del misterio.
¿Quién dijo que la conclusión debía ser un final? Acaso solo puede decirlo quien desconozca lo que separa el finalizar del acto acabar; quien confunda las batallas y las guerras.