© Rosaura Pozos




Eztli
Zitlala, Guerrero, México, 5 de mayo 2017 y 2022






Desde niña había escuchado de La Montaña de Guerrero y de los viajes de mi abuelo Francisco, desde la capital de Puebla hasta su tierra natal, Chilapa de Álvarez, pasando a bañarse en Acapulco. Pero de los "tigres" y las "peleas de tigres" supe hasta hace poco.
Con un dato que me dio mi madre, no sin preocupación y con un “Ay hija cuídate mucho. Ya ves que allá es muy violento”, llegue a la casa de sus familiares, que me hablaron de tíos y tías abuelas desconocidas.
Durante el "Atzatziliztli", ritual de petición de lluvias que forma parte de una serie de ceremonias celebradas en honor a la Santa Cruz , estuve en Acatlán, comunidad del municipio de Chilapa, y en Zitlala, donde sentí reconocer los rostros de los murales pintados en las calles y a los ancianos con quienes crucé mi camino. Era él, mi abuelo el que asomaba a menudo.
El 5 de mayo en Zitlala encontré a un grupo de hombres que, ataviados con máscaras de "tigre" y acompañados por una banda de música, andaban de casa en casa, congregándose para después dirigirse todos hacia el templo y ofrendar su lucha.
Frente al altar me pregunté si alguna vez Panchito se atavió y... dejé mis preguntas sin respuesta para seguirlos.
Rodeada por una multitud estaba ya la arena; el campo de batalla; la alambrada. Y entre una maraña de músicas comenzaron a entrar uno a uno en la contienda.
Tras la reja y agazapada en el piso, presencié una tras otra muchas peleas. Ninguna mujer luchó durante esas horas y yo me sumí en un abismo de hombres agitados; “ofrendando el cuerpo, el sudor. La sangre por la lluvia”… era la frase repetida una, y otra y otra vez a través de un micrófono que dejaba escuchar también, de rato en rato, estas palabras: misticismo, cosmovisión, costumbres, tradiciones que se transmiten de generación en generación, y saludos al Gobernador y al Secretario de Asuntos Indígenas.
Cuando ya caía la tarde reaccioné. Recordé la hora del último transporte colectivo y que en esos rumbos después de las siete de la noche ya no hay un alma en las calles. Miré la hora, me levanté a toda prisa y fue entonces que noté una mancha roja en mi pantalón.
Salí con trabajo de la multitud. Dejé detrás el olor penetrante a mezcal y sudor masculino; cubrí mi sangre menstrual como pude y corrí para alcanzar la última combi.
Mientras el auto avanzaba dejando atrás las casas de piedra, el rostro moreno de mi abuelo me decía adiós.







